El primer amor

Se estiró con fruición, como un gato. Estaba de pie ante mí y comenzó a cepillarse el pelo fino trigueño, aclarado por el sol, que le caía sobre la espalda. Ella era Delia S., tenía treinta y un años y era una mujer casada que había abandonado intempestivamente a su marido por razones que sólo ella conocía: yo conocía esos hechos, pero no conocía a mi madre. ¡Y qué significaría tener treinta y un años, una edad inimaginable! Y menos aún sabía yo si era un hecho común el que una esposa y madre abandonara a su marido, o una originalidad singular de Delia. En las ciudades en las que habíamos vivido llegué a tener cierto conocimiento de cómo eran las madres de otros niños, pero mi orgullo me impedía reconocer que tal conocimiento pudiera serle aplicado a Delia S.

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