La trampa

Todo esto es pura palabrería con que eludir mi verdadera desazón, la causa de que ahora me encuentre dispuesta a escribir sobre mis sentimientos. Casi siempre intenté engañarme sobre el verdadero motivo de mis actos. Éste fue el gran truco sobre el que se edificó mi educación sentimiental (mi educación intelectual no importó jamás, ya que una mujer no precisa de ciertos bagajes para instalarse dignamente en la sociedad que se me destinaba), mi formación de criatura nacida para entablar una lucha mezquina y dulzona contra el sexo masculino (al que, por otra parte, estaba inexorablemente destinada). Así pues, mis más importantes y permitidas armas fueron velos con que encubrir el egoísmo y la ambición, la ignorancia y el desamparo, la pereza y la sensualidad. Velos capaces de tamizar cualquier cosa, de forma que todo pueda parecer lícito o ilícito (según convenga a la ocasión).
Pero ya no soy una niña torpe y preguntona, ni una muchacha silenciosa y ferozmente triste, ni una mujer apática y olvidadiza, que observa, con sagrado asombro por el mundo, el discurrir de las gentes. Soy, esta madrugada, una criatura sin edad, sin capacidad de juicio ni resentimiento, sin gloria alguna, sin grandes miserias. Recuerdo que, cuando tenía doce, catorce años, imaginaba que algún día conocería algo brillante, fastuoso (aunque temido), que me daría la clave del mundo. Esta madrugada experimento la decepcionante sensación de que el mundo existe, simplemente: de que rueda, inane, sin clave alguna; cumpliendo sus ciclos con el deshumanizado placer que provoca, por ejemplo, el bostezo de algún dios.

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